"No son genios lo que necesitamos ahora"
Escrito de José Antonio Coderch, aparecido en la revista italiana Domus, dirigida por Gio Ponti, fue publicada en el número de noviembre de 1961.
"Al
escribir esto no es mi intención ni mi deseo sumarme a los que gustan
de hablar y teorizar sobre Arquitectura. Pero después de veinte años de
oficio, circunstancias imprevisibles me han obligado a concretar mis
puntos de vista y a escribir modestamente lo que sigue:
Un
viejo y famoso arquitecto americano, si no recuerdo mal, le decía a
otro mucho más joven que le pedía consejo: "Abre bien los ojos, mira, es
mucho más sencillo de lo que imaginas." También le decía: "Detrás de
cada edificio que ves hay un hombre que no ves." Un hombre; no decía
siquiera un arquitecto.
No,
no creo que sean genios lo que necesitamos ahora. Creo que los genios
son acontecimientos, no metas o fines. Tampoco creo que necesitemos
pontífices de la Arquitectura,
ni grandes doctrinarios, ni profetas, siempre dudosos. Algo de
tradición viva está todavía a nuestro alcance, y muchas viejas doctrinas
morales en relación con nosotros mismos y con nuestro oficio o
profesión de arquitectos (y empleo estos términos en su mejor sentido
tradicional). Necesitamos aprovechar lo poco que de tradición
constructiva y, sobre todo, moral ha quedado en esta época en que las más hermosas palabras han perdido prácticamente su real y verdadera significación.
Necesitamos
que miles y miles de arquitectos que andan por el mundo piensen menos
en Arquitectura (en mayúscula), en dinero o en las ciudades del año
2000, y más en su oficio de arquitecto. Que trabajen con una cuerda
atada al pie, para que no puedan ir demasiado lejos de la tierra en la
que tienen raíces, y de los hombres que mejor conocen, siempre
apoyándose en una base firme de dedicación, de buena voluntad y de
honradez (honor).
Tengo
el convencimiento de que cualquier arquitecto de nuestros días,
medianamente dotado, preparado o formado, si puede entender esto también
puede fácilmente realizar una obra verdaderamente viva. Esto es para mí
lo más importante, mucho más que cualquier otra consideración o
finalidad, sólo en apariencia de orden superior.
Creo
que nacerá una auténtica y nueva tradición viva de obras que pueden ser
diversas en muchos aspectos, pero que habrán sido llevadas a cabo con
un profundo conocimiento de lo fundamental y con una gran conciencia,
sin preocuparse del resultado final que, afortunadamente, en cada caso
se nos escapa y no es un fin en sí, sino una consecuencia.
Creo
que para conseguir estas cosas hay que desprenderse antes de muchas
falsas ideas claras, de muchas palabras e ideas huecas y trabajar de uno
en uno, con la buena voluntad que se traduce en acción propia y
enseñanza, más que en doctrinarismo. Creo que la mejor enseñanza es el
ejemplo; trabajar vigilando continuamente para no confundir la flaqueza
humana, el derecho a equivocarse -capa que cubre tantas cosas-, con la
voluntaria ligereza, la inmoralidad o el frío cálculo del trepador.
Imagino
a la sociedad como una especie de pirámide, en cuya cúspide estuvieran
los mejores y menos numerosos, y en la amplia base las masas. Hay una
zona intermedia en la que existen gentes de toda condición que tienen
conciencia de algunos valores de orden superior y están decididos a
obrar en consecuencia. Estas gentes son aristócratas y de ellos depende
todo. Ellos enriquecen la sociedad hacia la cúspide con obras y
palabras, y hacia la base con el ejemplo, ya que las masas sólo se
enriquecen por respeto o mimetismo. Esta aristocracia, hoy,
prácticamente no existe, ahogada en su mayor parte por el materialismo y
la filosofía del éxito. Solían decirme mis padres que un caballero, un aristócrata es la persona que no hace ciertas cosas, aun cuando la Ley, la Iglesia
y la mayoría las aprueben o las permitan. Cada uno de nosotros, si
tenemos conciencia de ello, debemos individualmente constituir una nueva
aristocracia. Este es un problema urgente, tan apremiante que debe ser
acometido en seguida. Debemos empezar pronto y después ir avanzando
despacio sin desánimo. Lo principal es empezar a trabajar y entonces,
sólo entonces, podremos hablar de ello.
Al dinero, al éxito,
al exceso de propiedad o de ganancias, a la ligereza, la prisa, la
falta de vida espiritual o de conciencia hay que enfrentar la
dedicación, el oficio, la buena voluntad, el tiempo, el pan de cada día
y, sobre todo, el amor, que es aceptación y entrega, no posesión y
dominio. A esto hay que aferrarse.
Se
considera que cultura o formación arquitectónica es ver, enseñar o
conocer más o menos profundamente las realizaciones, los signos
exteriores de riqueza espiritual de los grandes maestros. Se aplican a
nuestro oficio los mismos procedimientos de clasificación que se emplean
(signos exteriores de riqueza económica) en nuestra sociedad
capitalista. Luego nos lamentamos de que ya no hay grandes arquitectos
menores de sesenta años, de que la mayoría de los arquitectos son malos,
de que las nuevas urbanizaciones resultan antihumanas casi sin
excepción en todo el mundo, de que se destrozan nuestras viejas ciudades
y se construyen casas y pueblos como decorados de cine a lo largo de
nuestras hermosas costas mediterráneas.
Es
por lo menos curioso que se hable y se publique tanto acerca de los
signos exteriores de los grandes maestros (signos muy valiosos en
verdad), y no se hable apenas de su valor moral. ¿No es extraño que se
hable o escriba de sus flaquezas como cosas curiosas o equívocas y se
oculte como tema prohibido o anecdótico su posición ante la vida y ante
su trabajo?
¿No es curioso también que tengamos aquí, muy cerca, a Gaudí (yo mismo conozco a personas que han trabajado con él) y se hable tanto de su obra y tan poco de su posición moral y de su dedicación?
Es
más curioso todavía el contraste entre lo mucho que se valora la obra
de Gaudí, que no está a nuestro alcance, y el silencio o ignorancia de
la moral o la posición ante el problema de Gaudí, que esto sí está al
alcance de todos nosotros.
Con grandes maestros de nuestra época
pasa prácticamente lo mismo. Se admiran sus obras, o , mejor dicho, las
formas de sus obras y nada más, sin profundizar para buscar en ellas lo
que tienen dentro, lo más valioso, que es precisamente lo que está a
nuestro alcance. Claro está que esto supone aceptar nuestro propio techo
o límite, y esto no se hace así porque casi todos los arquitectos
quieren ganar mucho dinero o ser Le Corbusier; y esto el mismo año en
que acaban sus estudios. Hay aquí un arquitecto, recién salido de la Escuela,
que ha publicado ya una especie de manifiesto impreso en papel valioso
después de haber diseñado una silla, si podemos llamarla así.
La
verdadera cultura espiritual de nuestra profesión siempre ha sido
patrimonio de unos pocos. La postura que permite el acceso a esta
cultura es patrimonio de casi todos, y esto no lo aceptamos, como no
aceptamos tampoco el comportamiento cultural, que debería ser
obligatorio y estar en la conciencia de todos.
Antiguamente
el arquitecto tenía firmes puntos de apoyo. Existían muchas cosas que
no eran aceptadas por la mayoría como buenas o, en todo caso, como
inevitables, y la organización de la sociedad, tanto en sus problemas
sociales como económicos, religiosos, políticos, etc., evolucionaba
lentamente. Existía, por otra parte, más dedicación, menos orgullo y una
tradición viva en la que apoyarse. Con todos sus defectos, las clases
elevadas tenían un concepto más claro de su misión, y rara vez se
equivocaban en la elección de los arquitectos de valía; así, la cultura
espiritual se propagaba naturalmente. Las pequeñas ciudades crecían como
plantas, en formas diferentes, pero con lentitud y colmándose de vida
colectiva. Rara vez existía ligereza, improvisación o irresponsabilidad.
Se realizaban obras de todas clases que tenían un valor humano que se
da hoy muy excepcionalmente. A veces, pero no con frecuencia, se
planteaban problemas de crecimiento, pero afortunadamente sin esa
sensación, que hoy no podemos evitar, de que la evolución de la sociedad
es muy difícil de prever como no sea a muy corto plazo.
Hoy
día las clases dirigentes han perdido el sentido de su misión, y tanto
la aristocracia de la sangre como la del dinero, pasando sobre todo por
la de la inteligencia, la de la política y la de la Iglesia
o iglesias, salvo rarísimas y personales excepciones contribuyen
decisivamente, por su inutilidad, espíritu de lucro, ambición de poder y
falta de conciencia de sus responsabilidades al desconcierto
arquitectónico actual.
Por
otra parte, las condiciones sobre las cuales tenemos que basar nuestro
trabajo varían continuamente. Existen problemas religiosos, morales,
sociales, económicos, de enseñanza, de familia, de fuentes de energía,
etcétera, que pueden modificar de forma imprevisible la faz y la
estructura de nuestra sociedad (son posibles cambios brutales cuyo
sentido se nos escapa) y que impiden hacer previsiones honradas a largo
plazo.
Como
he dicho ya en líneas anteriores, no tenemos la clara tradición viva
que es imprescindible para la mayoría de nosotros. Las experiencias
llevadas a cabo hasta ahora y que indudablemente en ciertos casos han
representado una gran aportación, no son suficientes para que de ellas
se desprenda el camino imprescindible que haya de seguir la gran mayoría
de los arquitectos que ejerce su oficio en todo el mundo. A falta de
esta clara tradición viva, y en el mejor de los casos, se busca la
solución en formalismos, en la aplicación rigurosa del método o la
rutina y en los tópicos de gloriosos y viejos maestros de la
arquitectura actual, prescindiendo de su espíritu, de su circunstancia
y, sobre todo, ocultando cuidadosamente con grandes y magníficas
palabras nuestra gran irresponsabilidad (que a menudo sólo es falta de
pensar), nuestra ambición y nuestra ligereza. Es ingenuo creer, como se
cree, que el ideal y la práctica de nuestra profesión pueden condensarse
en slogans como el del sol, la luz, el aire, el verde, lo social y
tantos otros. Una base formalista y dogmática, sobre todo si es parcial,
es mala en sí, salvo en muy raras y catastróficas ocasiones. De todo
esto se deduce, a mi juicio, que en los caminos diversos que sigue cada
arquitecto consciente tiene que haber algo común, algo que debe estar en
todos nosotros. Y aquí vuelvo al principio de esto que he escrito, sin ánimo de dar lecciones a nadie, con una profunda y sincera convicción."
José Antonio Coderch, 1960